Yo no quito el crucifijo

viernes, 9 de octubre de 2009

Cuando nace un niño, nace un mundo nuevo



Muchos se manifiestan preocupadísimos por los niños de la India o por los de África, donde tantos mueren, sea por desnutrición, hambre o lo que fuera. Pero hay millones deliberadamente eliminados por el aborto.

Madre Teresa de Calcuta



Calificaba el gran filósofo español Julián Marías, que lo más grave que ha acontecido en el siglo XX "sin excepción", ha sido la aceptación social del aborto.

El Comité de Bioética de España, ha emitido su dictamen en el que concluye que matar a un ser humano no es ninguna imposición, pero si un derecho. Un dictamen tan escandaloso como obsceno. Ha habido un voto particular: el de César Nombela —el vocal más respaldado por las autonomías, microbiólogo y ex-presidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas— que ha votado en contra semejante panfleto, sacando los colores al resto del comité al denunciar “la radical contradicción en la que incurre, al reconocer que desde la concepción, existe una vida humana nueva diferenciada de la de la madre gestante; pero al mismo tiempo admitir que se puede acabar de manera voluntaria con esta vida, durante las primeras catorce semanas de su desarrollo.”

Pero hoy no quiero remover la nauseabunda inmundicia en la que al parecer, por ignorancia, resentimiento o provecho personal, muchos se revuelcan gustosos.

Ponía de relieve en mi artículo “Que difícil es defender el honor de Dios” —el que al parecer ha provocado un interesado revuelo entre la reaccionaria y ultraconservadora progresía— el insaciable egoísmo e hipocresía de que estamos impregnados, enfermedad que nos ha llevado a sustituir los más altos valores del humanismo cristiano, en los que ahonda sus raíces la civilización occidental, por las conveniencias personales y el becerro de oro, terreno abonado para que emergiendo de la negrura de nuestro vacío inmaterial, fructifique en él, la semilla sanguinaria de nuestra propia destrucción que es el aborto, cual nuevos Chronos devorando a nuestros propios hijos.

El ser humano y como tal imperfecto, simultáneamente es capaz de llevar cabo las acciones más sublimes y las más abyectas, sin que por ello sufra desdoro o menoscabo su dignidad. Por el contrario, es precisamente en esta ambivalencia en la que radica su grandeza. Por ello hoy quiero dar un aldabonazo a la puerta de nuestra sensibilidad y que una vez abierta, penetre a través de ella el germen vivificador del amor que siembre de esperanza nuestras vidas. Quizá para que el estiércol se convierta en esplendoroso fruto, podría ser oportuno conocer un hecho que alguien —con infinita sensibilidad y amor— me envió.

“Hace algunos años, en las olimpiadas de Seattle, para personas con discapacidad, también llamadas "Olimpiadas especiales", nueve participantes, todos con deficiencia mental, se alinearon para la salida de la carrera de los cien metros lisos.


A la señal, todos partieron, no exactamente disparados, pero con deseos de dar lo mejor de si, terminar la carrera y ganar el premio.


Todos, excepto un muchacho, que tropezó en el piso, cayo rodando y comenzó a llorar.


Los otros ocho escucharon el llanto, disminuyeron el paso y miraron hacia atrás. Vieron al muchacho en el suelo, se detuvieron y regresaron. ¡Todos!


Una de las muchachas, con síndrome de Down, se arrodilló, le dio un beso y le dijo: "Listo, ahora vas a ganar". Y todos; los nueve competidores entrelazaron los brazos y caminaron juntos la prueba hasta la línea de llegada.


El estadio entero se puso de pie y en ese momento no había un solo par de ojos secos. Los aplausos duraron largos minutos. Las personas que estaban allí aquél día, repiten y repiten esa historia hasta hoy. ¿Por qué? Porque en el fondo, todos sabemos que lo que importa en esta vida, más que ganar, es ayudar a los demás para vencer, aunque ello signifique disminuir el paso y cambiar el rumbo. Porque el verdadero sentido de esta vida es que TODOS JUNTOS GANEMOS, no cada uno de nosotros en forma individual.


Ojalá que también seamos capaces de disminuir el paso y cambiar el rumbo, para ayudar a alguien que en cierto momento de su vida tropezó y que necesita de ayuda para continuar TODOS formando parte de un proyecto colectivo, porque entre todos seguro que podemos. Guarda este propósito en tu corazón y asegúrate de encontrarlo en el momento oportuno, cuando debas ayudar a quien te necesite”.

Cuando una adolescente o una mujer tenga la desgracia de caer o encontrarse en las circunstancias de ser diferente del hijo que ha engendrado, no la hundamos más en la sima de su infortunio, abriéndole las puertas para que cometa algo execrable, cuya acción le producirá un derrumbamiento moral y psicológico del que no podrá recuperarse mientras viva. Parémonos. Tendámosle nuestra mano para que pueda levantarse y seguir adelante, no por compasión ni caridad, sino rodeada de una infinita comprensión y amor. ¡Pero todos!

En el caso de las criaturas que describe el hecho que acabo de reflejar, pensemos que tienen los mismos sentimientos e ilusiones que nosotros. Están llenas de ternura y amor y esperan y necesitan recibir lo mismo de sus semejantes. Pero les damos la espalda en muchos casos, porque hundidos en nuestro ciego egocentrismo, los juzgamos y sentenciamos diferentes a nosotros. Y ¿en que nos basamos para dictar esta sentencia? ¿En que somos más numerosos que ellos? Lo que diga una mayoría ¿es razón suficiente y absoluta? ¿Sería realmente de noche a las doce del día porque lo dijésemos una mayoría? ¿Porqué no pensar que no son ellos diferentes de nosotros, sino nosotros diferentes de ellos?

Precisamente porque nosotros somos diferentes de ellos, son seres que necesitan nuestra ayuda para desarrollarse en nuestro mundo, pero que justamente por su indefensión, su sencilla y espontánea pureza, serán los causantes de que gocemos del privilegio de experimentar unas emociones y sentimientos que jamás llegarán a conocer aquellos que no les quieren conocer; que no quieren tenerlos junto a ellos porque temen que pueda destrozar su vida; que les dan la espalda y deciden prescindir del inigualable tesoro que albergan en su interior, descuartizándolos en las ocultas profundidades de su propio seno. En ese momento, del libro de la creación, estamos arrancando una página en blanco en la que nunca sabremos los prodigios que en la misma se podrían haber escrito.

En el claustro materno, el niño se siente seguro en medio de su propia indefensión natural. Pero cuando irremisiblemente se siente atacado desde el exterior, ¿Sabe la madre que lo alberga, de la soledad, infinita tristeza y desesperado desamparo que el fruto de su propio ser siente en su corazón? Aún no puede comunicarse con el mundo exterior, no puede pedir auxilio ni amparo. En la infinita soledad del claustro materno, solo espera quieto. Es el momento en el que Antonio Gala dice: “Si la soledad manchara, no habría suficiente agua en el mundo para lavar a un niño”.

La mujer que así actúe, ignora que ser madre, no es tener un hijo, ni alimentarle, ni educarle, ni hacerle regalos. Ser madre es olvidarse de sí misma y de lo que era antes. Ser madre es vivir para siempre en el fruto de sus entrañas, porque el amor de madre, ni la nieve le hace enfriarse.

Por mucha dedicación y entrega que requiera un hijo en circunstancias consideradas por nosotros “especiales”, se verán generosamente compensadas por el inmenso caudal de las hermosas e inigualables emociones que les habrán de brindar, convirtiéndose con ellas en mujeres verdaderamente privilegiadas.

El aborto jamás podrá ser un derecho, porque excede de la propia madre, que por egoísmo, temor, ignorancia o inducción, destruye una vida independiente apenas comenzada, que si bien es verdad que alberga, en ningún caso le pertenece, porque en cada ser humano, se encierra todo el universo.

Cínica e hipócritamente, se nos llena la boca hablando de paz, mientras simultáneamente impulsamos la muerte, olvidando que si la paz existe, es la imagen de un niño durmiendo.

César Valdeolmillos Alonso

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