Yo no quito el crucifijo

lunes, 15 de marzo de 2010

La ética de la conveniencia




“Nunca los cetros y coronas de los emperadores farsantes fueron de oro puro, sino de oropel y hoja de lata”
Miguel de Cervantes Saavedra
Príncipe de los Ingenios



Solo la gran insignificancia del ser humano y la inmensa ruindad que es capaz de albergar en su interior, me permiten entender las felicitaciones y los aplausos de los parlamentarios socialistas, cuando el pasado 24 de febrero, el Senado español dio luz verde a la nueva ley del aborto.

¿Alborozo y satisfacción por los cientos de miles de criaturas inocentes e indefensas que esta injusta Ley va a permitir que nunca lleguen a ser? Decía el gran sofista griego Protágoras, que: “El hombre, es la medida de todas las cosas” y por tanto, también del mal.

La vida es el supremo bien que estamos obligados a preservar y defender. Consecuentemente, ningún crimen, sea cualquiera la causa que nos indujese a cometerlo, puede encontrar fundamento razonable para realizarlo y por ende, por ninguno de los supuestos que contempla la nueva Ley.

No es cuestión ahora de entrar en la falaz discusión de en que momento comienza la vida humana, por cuanto la ciencia ha demostrado de forma irrefutable que este hecho se produce en el mismo instante de la concepción.

Desde el momento que una mujer queda embarazada, lo que hace es albergar en su seno una vida independiente de la de sí misma y sobre la cual, aun cuando pudiera existir grave riesgo para su vida o salud, no tiene la menor potestad. De ahí que cualquier acción que lleve a cabo contra esa vida, constituya un asesinato sin ningún tipo de atenuante.

El otro supuesto que contempla la nueva norma, el de que existan graves anomalías en el feto, tampoco nos otorga el menor derecho a disponer de ese ser. La vida de un ser humano, es algo infinitamente más grandioso que un cuerpo con todas sus limitaciones, al estar dotada de una inteligencia para pensar, razonar, crear y desarrollarnos y que nunca podremos saber lo que será capaz de aportar al verdadero progreso de la humanidad. Si se hubiese producido esta circunstancia en el caso del gran físico, cosmólogo y divulgador científico inglés, Stephen Hawking, sus conocimientos y sabias aportaciones, jamás hubieran visto la luz, de haberle sido aplicada la nueva legislación española sobre el tema que nos ocupa y que entrará en vigor el próximo cinco de julio.

Pero es que no hace falta ninguno de estos supuestos, porque la mayor perversión de esta Ley, es que permite la degradación de que, a partir de los dieciséis años y “sin intervención de terceros”, una madre destruya a su propio hijo a su libre albedrío.

La inconmensurable indignidad y egoísmo del ser humano, es lo que al filósofo y escritor indio, Rabindranath Tagore, le hizo afirmar que: “El hombre es peor que una bestia, cuando la bestia domina en él”.

La mayor de las maldades, se produce cuando la hipocresía, la falsedad y los intereses bastardos, se ocultan tras la máscara de la legalidad, pero la verdad es que un aborto provocado siempre será un asesinato y seguirá siendo verdad, aunque se piense o nos quieran hacer ver lo contrario y el mal seguirá siendo el mal, aunque todo el mundo lo practique, mientras que el bien seguirá siendo el bien, aunque nadie lo hiciera.

Se ha presentado este inconcebible contrasentido, como un progreso en el derecho de la mujer, cuando la va a convertir de por vida, en esclava de su propia acción. ¿Qué progreso femenino es el que proporciona al hombre carta blanca sin responsabilidad alguna, ya que ni siquiera se tiene en cuenta su paternidad a la hora de decidir el futuro de la vida que él ha promovido?

Decía Albert Einstein que: “La palabra progreso no tiene ningún sentido mientras haya niños infelices” y cabría añadir: cuanto más, si los matamos cuando son absolutamente indefensos.

La realidad es que la nueva norma fue aprobada por mayoría en las Cortes Españolas y tal y como señala la Constitución, le fue presentada a la firma a Su Católica Majestad, Juan Carlos I.

La Constitución española, dice que el Jefe del Estado, sancionará las leyes que hayan sido aprobadas por el parlamento, pero no cita “obligatoriamente”, lo que le permite negarse en un caso como este, en el que supuestamente la norma, como cristiano católico, contradice lo que se presume que son sus propias creencias y principios.

No se puede ignorar que, ciertamente, una negativa a firmar, produciría una crisis institucional, que podría costarle al monarca la corona. Pero tampoco un católico puede desconocer y hacer caso omiso de que la Ley Divina, está por encima de las leyes de los hombres. Volvemos como siempre al eterno contencioso entre Becket y Enrique II Plantagenet, Rey de Inglaterra.

Me vienen ahora a la memoria las figuras de los presidente del Poder Ejecutivo de la Primera República Española, Nicolás Salmerón Alonso, político y filósofo español, que dimitió por negarse a firmar una pena de muerte y la de Estanislao Figueras y Moragas, que presidiendo un Consejo de Ministros, harto de debates estériles, mostrando toda la delicadeza y finura de su espíritu, llegó a gritar en catalán: «Senyors, ja no aguanto més. Vaig a serlos franc: estic fins als collons de tots nosaltres!». «Señores, ya no aguanto más. Voy a serles franco: ¡estoy hasta los cojones de todos nosotros!». Tan harto que el 10 de junio dejó disimuladamente su dimisión en su despacho en la Presidencia, En aquel tiempo en la actualmente desaparecida Casa de los Heros, en la calle Alcalá número 34,.se fue a dar un paseo por el parque del Retiro y, sin decir una palabra a nadie, tomó el primer tren que salió de la estación de Atocha. No se bajó hasta llegar a París.

La moral no es nuestras creencias, sino la forma que damos a nuestra vida con nuestros hechos. Es preciso saber lo que se quiere; hay que tener el valor de decirlo y cuando se dice, es menester tener el coraje de hacerlo, porque los pueblos son grandes, no por el tamaño de su territorio, ni por el número de sus habitantes. Ellos son grandes, cuando sus hombres tienen conciencia cívica y fuerza moral suficiente, que los haga dignos de una civilización y cultura que los conduzca al progreso del perfeccionamiento moral y humano.

En España se ha pasado de la ética de los principios, a la ética de la conveniencia y lo cierto es que, evocando el Evangelio, cuando el Gran Sanhedrín o lo que es igual, nuestro parlamento, sometió a la decisión del Prefecto, nuestro Rey, la suerte del inocente indefenso, no hubo un Poncio Pilato que tratase de salvarlo.

César Valdeolmillos Alonso