Yo no quito el crucifijo

jueves, 30 de diciembre de 2010

Feliz Año Nuevo



Cada año por estas fechas celebramos ese momento que hemos inventado los humanos en el que con las campanadas de un reloj, nos mostramos alborozados —la mayor parte de las veces de forma ficticia— simplemente porque se produce un cambio de número en el discurrir de nuestras vidas. Nos mostramos gozosos porque despedimos un año que se va, como si con él dijésemos adiós para siempre a todo aquello que en los últimos doce meses nos ha sido dañoso. El sonido de esas doce campanadas constituye todo un ritual profano que nosotros, pobres gnomos del universo, elevamos a la categoría de lo místico. Preparamos las doce uvas, depositamos un atavío de oro en la copa de vino espumoso, incluso algunos se ponen una prenda íntima de color rojo y esperamos expectantes y en silencio el sonido milagroso de las doce campanadas. La verdad es que nunca he llegado a saber el significado y porqué de estos simbolismos, tras los cuales y todos al unísono, exultantes de una programada —que no auténtica— alegría, nos besamos y felicitamos repitiendo el consabido latiguillo “Feliz Año Nuevo”.

Es esta una atolondrada ceremonia en la que teóricamente pretendemos alejar de nosotros todo lo malo que nos haya podido suceder durante el año que muere, al tiempo que aparentamos desear a aquellos que tenemos próximos —a veces tan lejanos— las mayores venturas que deseamos nos traiga el futuro, por el artificial hecho de que en el calendario haya cambiado un número.

Analizada esta actitud desde la madurez racional, podría calificarse de infantilmente patética. No nos damos cuenta que los días, los meses y los años que dan forma al tiempo, están vacíos y jamás nos podrán ofrecer nada, ni bueno, ni malo. Es un vacío que llenamos los seres humanos, día a día, con nuestra disposición, con nuestras palabras, con nuestros actos. El futuro aún no existe, se nos ofrece pleno de nada, somos nosotros quienes le vamos dando forma, con nuestro pensamiento, con nuestro comportamiento, ese comportamiento que proyectamos sobre nuestros semejantes. Por eso, esperar que la ventura y la felicidad nos la proporcione el año que comienza, me parece algo tan baldío como ir a buscar un empleo al INEM.

No sé porqué ese ansia por que se vaya un año y llegue otro. Parece como si quisiéramos escapar. Pero escapar ¿de qué? ¿de nosotros mismos? Al fin y al cabo, detrás de cada anochecer, siempre brillará el resplandor de un amanecer. El tiempo, esta ahí. O mejor dicho, nosotros estamos en el tiempo. El no pasa por nosotros. Somos nosotros quienes pasamos por él y en él dejamos el rastro de nuestras obras. Cuando cae nuestra última hoja del calendario, lo que queda en el recuerdo de los demás, no es nuestra imagen. Si así fuera ¿Cuál quedaría? ¿La de cuando fuimos niños? ¿La de nuestra adolescencia? ¿La de la madurez? O ¿la de la decrepitud de la ancianidad? No, no queda una imagen concreta. Queda el surco de nuestro paso por este mundo, con la huella de lo que hicimos y hasta de lo que no hicimos.

Cuando asomamos por vez primera al laberinto de la vida y entramos en lo que llamamos el tiempo, lo hacemos llenos de energía, de proyectos e ilusiones que aun ignoramos, de obras por realizar. Iniciamos la siembra de una cosecha en la que vamos dejando el germen en cada etapa, en cada época y en la que cada estación nos va segando sin darnos cuenta, hasta que de nosotros no queda más que el surco de nuestro pasado. Un pasado que somos incapaces de cambiar. Pero sí somos dueños de nuestro futuro. La vida es un vaivén entre el recuerdo y la esperanza.

Cuando suenan las doce campanadas, no debemos esperar nada de ellas; seamos nosotros los que salgamos a su encuentro con coraje y basados en la experiencia de ese pasado que dejamos atrás, con nuestra participación decisiva, hagamos del mañana una aurora de prometedora esperanza para todos.

Aprendamos la lección: Si el futuro nos angustia y el pasado nos encadena, no permitamos que se nos escape el presente.

De todos modos y aún cayendo en mi propia contradicción, Feliz Año Nuevo a todos.

César Valdeolmillos Alonso

¿Navidad de Misa y olla?



“Nunca será tarde para buscar un mundo mejor y más nuevo, si en el empeño ponemos coraje y esperanza”

Alfred Tennyson
Poeta inglés



Hace más de dos mil años, un hombre y una mujer llamaban angustiados a todas las puertas de Belén. Alguien infinito estaba a punto de nacer para compartir. Un niño en el que se encerrarían todas las claves del mundo. Como cada año ese mismo niño vuelve a llamar a la puerta de cada uno de nosotros, pidiendo que le hagamos un lugar en nuestro corazón. No hagamos como aquella noche en la que no hubo sitio para ellos en la posada, donde cerca del fuego comían y bebían los bien instalados. Sin embargo, los más humildes entre los humildes —los recusados insolentes— fueron los protagonistas de la Navidad.

Se me ocurre pensar que la Navidad jamás se aposentará en la posada, sino el establo de Belén. ¿Quién nació en ese establo? Alguien que no hizo otra cosa en su vida que amar, que no nació sino para que la palabra amor no se le cayera de la boca. Pero ese alguien no hablaba de un amor cualquiera, el amor al que se refería, está por encima de todos los otros.

Quien sabe si la Navidad tiene lugar solo para los marginados, para los agredidos, para los desamparados. La Navidad es el consuelo que alguien que desborda amor, concede a los desprovistos, a los que —según el parecer de los saciados— sirven nada más que de escándalo, de risa, de mofa o de escarnio. No es fiesta la Navidad para felices, sino para los que tienen el alma en carne viva.

La Navidad, no debe consistir en una fiesta de Misa y olla; no podemos circunscribirla a los cómodos límites domésticos de familia reunida en torno al beso, al pavo y al villancico. Eso es una dramática parodia y burlar su verdadero espíritu. Identificar la alegría con el menú y la bullanga de la falsa Navidad, es un atentado al hecho maravilloso de alguien que nació para morir por amor. Por amor a cada uno de nosotros.

El calor del hogar y la compañía, no siempre auténticos, tienden a encubrir nuestros más íntimos sentimientos de soledad y desamparo, que en medio del alboroto y la superficialidad compartida, disfrazamos de nostalgia.

O la Navidad es el don que el Ser Supremo concede a los desprovistos, o no significa nada.

Por eso cuando por la calle veas a un niño perdido que lleva todas las razas sobre su piel, no le llames extranjero, si del amor de una madre que os estrechó contra su pecho, tuvisteis la misma luz; si aún queda un resto de ternura en tu corazón, entrégasela. Cuando por la calle veas a una muchacha con todos los pecados del mundo sobre su alma, no le claves las espinas en su frente, ni los clavos en sus pies; si aún queda un resto de ternura en tu corazón, regálasela. Cuando por la calle veas a un anciano que lleva todas las amarguras y sacrificios de la vida en su interior, no veas en él a un individuo entre la masa; si aún queda un resto de ternura en tu corazón, dásela.

Ese y no otro, es el auténtico espíritu de la Navidad y siendo de este modo, como decía el ensayista estadounidense Hamilton Wright Mabi, podremos exclamar: “Bendita sea la fecha que une a todo el mundo en una conspiración de amor”

César Valdeolmillos Alonso