Yo no quito el crucifijo

viernes, 25 de febrero de 2011

La sociedad perdida



“El secreto de una buena vejez, no es otra cosa que un pacto honrado con la soledad”
Gabriel García Márquez
Escritor colombiano, Premio Nobel de Literatura



En el Palacio de Congresos de Torremolinos, se ha elegido recientemente, por vez primera en nuestro país, la Abuela de España. No se trataba de un concurso de mises de edad más o menos madura. El objetivo de esta muestra, en la que han participado diecisiete abuelas españolas —una por cada comunidad autónoma— era exaltar y rendir homenaje a la entrañable figura de la abuela. La abuela de hoy, la de nuestros días. La abuela de España 2011, además de tener nietos y de reunir todos los atributos propios de la abuela tradicional, debía ser una abuela simpática, elegante, dinámica… Es decir: una abuela moderna y con carisma.

El conocimiento de esta iniciativa, me produjo una gran satisfacción. Por fin alguien se acordaba de los mayores. De esos mayores, con frecuencia tan olvidados. Tan olvidados, que no sabemos ni cómo hemos de llamarles. ¿Tercera edad? ¿Personas mayores? ¿Viejos? ¿Abuelos? ¿Ancianos? O algo tan cursi y relamido como ¿Edad dorada?... Cada denominación tiene sus condicionamientos y la disyuntiva no es trivial. En el fondo, el no saber como se les debe denominar, revela la perplejidad y desorientación ante el papel que debe estar llamada a desempeñar en la vida cotidiana la figura de nuestros mayores. ¿Dónde se les coloca? ¿Cómo se les valora? ¿Cómo se les ha de tratar? ¿Qué hacer para que no se automarginen, para que intervengan en el devenir de la sociedad?

Es una triste realidad comprobar como nuestra sociedad, esa sociedad que sobre todo valora la apariencia externa de la juventud, excluye a sus mayores y ellos mismos, resignados, parecen en muchos casos dispuestos a arrinconarse en el furgón de cola; el del farolillo rojo que anuncia el final.

Es como si la juventud hubiese de perdurar indefinidamente. Cada arruga es una repulsiva cicatriz que debemos ocultar, en lugar de experimentar la feliz constatación de que seguimos viviendo, disfrutando del enriquecimiento como seres humanos que siempre proporciona el paso del tiempo, gozando de otros placeres anteriormente desconocidos o insuficientemente valorados.

Creo sinceramente que nuestra sociedad está perdida, desorientada. Pienso que no encuentra el lugar adecuado para cada uno de nosotros. Sí, porque resulta un contrasentido absoluto el que cuando el hombre a descubierto el camino que ha de seguir para vivir más años y el número de mayores aumente y sea más numeroso, al mismo tiempo se le rechace y cada vez, a más temprana edad. Ese mismo hombre que ha empleado sus mejores recursos para lograr la prolongación de la vida, al mismo tiempo se afana en marginar a sus semejantes cuando llegan precisamente a la edad en que comienza el alargamiento de su existencia. A partir de determinada edad, se es rechazado y arrojado del tejido de la vida activa. Esta realidad, quien la constata con mayor amargura, es aquel que se queda en paro a los cincuenta años y —por más que llame— no encuentra ya lugar en el que le abran la puerta.

Para que la sociedad nos acepte, hemos de ser eternos triunfadores, brillar, ofrecer siempre una imagen impoluta, irreprochablemente atractiva. En una sociedad que ha dado la espalda a los valores de sus mayores, basada en lo puramente material y alimentada por la insaciable voracidad de la pugna competitiva, constituye un descrédito no ganar más cada día para poder ostentar las marcas de mayor prestigio; hemos reemplazado los valores por los productos de consumo de lujo.

Vivimos inmersos en el deseo, en el anhelo imaginado de atrapar y retener para siempre la juventud, un empeño tan estéril e irreal como la imagen que nos devuelve el espejo. Nos encontramos inmersos en una situación que me recuerda a Dorian Grey, el personaje de la célebre novela de Oscar Wilde, que vendió su alma al diablo a cambio de la eterna juventud. Él se mantenía joven y seductor, mientras en su alma se iba almacenando la putrefacción de una vida basada únicamente en los placeres materiales. Hoy día, donde quiera que nos encontremos, nos encontraremos con Dorian Grey.

Nuestra sociedad, parece haber reducido el ciclo de la existencia a una sola de sus fases: la del joven adulto, que después de largos años de estudio y trabajo, quiere gozar largo tiempo de sus bienes materiales y de los privilegios adquiridos. No nos damos cuenta de que los cuarenta son la vejez de la juventud y los cincuenta, la juventud de la vejez.

Es la nuestra, una sociedad en la que sus mayores, de alguna manera, se sienten “extraños” en un mundo del cual ya no comparten, ni los valores, ni las acciones. ¿Para qué hemos prolongado el ciclo de la vida, si hemos configurado una existencia en la que vivir más, se ha convertido en un problema?

Contrariamente al criterio que esa sociedad mantiene sobre los mayores, la madurez no es simplemente una etapa de quebrantos y declive; es un período de plenitud; es la edad del dar. En la niñez, la necesidad esencial es recibir, porque se está construyendo el edificio de la personalidad; la edad adulta, requiere compartir; es la etapa de los proyectos y las consecuciones; la madurez es la edad de dar y darnos a los que han de sucedernos. De entregar el relevo de la sabiduría. De devolver todo aquello que de la vida hemos recibido. El longevo está lleno de vida interior, experiencia y conocimiento, y la necesidad que tiene, es la de vaciarse, la de entregar todo aquello que ha recibido en el transcurso de su existencia, la de darse por entero a los demás.

Pero, ¡No! En vez de acoger a nuestros mayores para que sean un miembro más de todos nosotros, marcamos distancias hablando a espaldas de ellos; nos alejamos cuando hablamos por teléfono con nuestras amistades, porque no forman parte del núcleo de las mismas; les diferenciamos cuando comemos a distintas horas que ellos; les hacemos daño cuando no les contamos lo que nos pasa, sea bueno o malo. Les ignoramos al no contar con ellos para nada. Sí, están ahí, pero arrinconados como si fuesen un mueble viejo e inútil al que un día se llevará el camión de lo inservible. No nos preocupa que ellos necesiten sentirse un miembro más de la familia.

Están acompañados sí, pero nuestra actitud relegadora, les hace sentir en lo más profundo de su ser, como les cubre la gélida sombra de la soledad, viendo como se extingue el mundo para ellos, como se repliega y se desvanece.

¿Que sociedad es la nuestra que adora la vida, pero permite que se maten a los indefensos en el vientre de su madre? ¿Que sociedad es la nuestra que ha hecho de la juventud el valor supremo, pero le niega los medios para construir su futuro? ¿Que sociedad es la nuestra, que cada día reclama más derechos sociales, pero le vuelve la espalda a sus mayores?

César Valdeolmillos Alonso

jueves, 17 de febrero de 2011

La esclavitud del Siglo XXI




«No podemos pedir a los jóvenes ilusión y motivación si la sociedad no es capaz de ofrecerles las condiciones necesarias para que puedan planificar y desarrollar sus vidas y su trabajo con confianza y seguridad en el futuro.»
Felipe de Borbón y Grecia
Príncipe de Astúrias y de Gerona





De la inmensa floresta que a diario nos ofrece la actualidad, aun a riesgo de reiterarme en el tema, he vuelto a elegir quizá el más lacerante para cualquier ser humano en edad laboral. El paro.

¿Cuántas veces se nos ha hablado de los brotes verdes? ¿Cuántas veces se nos ha dicho que la crisis estaba tocando fondo? ¿Cuántas veces hemos oído decir que empezábamos a remontar? ¿Cuántas veces se nos han hecho concebir falsas esperanzas? Y lo que es peor. ¿Cuántas veces hemos creído todo esto porque España no se merecía un gobierno que le mintiera?

Pero no hay nada más inapelable que la realidad. Y la realidad es que una vez más, el paro en España ha seguido creciendo, alcanzando las cifras más altas de su historia. En el pasado mes de enero, 130.930 trabajadores se fueron a sus casas con el drama dándoles dentelladas en el alma. Nos estamos acercando a los cinco millones de parados.

Podría enredarme en el laberinto de las cifras, hacer múltiples interpretaciones, argumentar lo que no es argumentable, pero no quiero perderme en la frialdad de los números o porcentajes. Es mucho más trascendente ahondar en la significación moral de los hechos, porque el parado es un ser humano, no un guarismo más perdido en el marasmo de las estadísticas; el parado tiene nombre y apellidos; es una persona con necesidades perentorias inexcusables, con proyectos de vida que ahora se ven truncados, en muchos casos para siempre; cada renglón relleno en las listas de desempleados, es una vida con ilusiones, con aspiraciones que no tienen que ser solamente económicas. Cada línea escrita en ese libro maldito que nunca se debió escribir, es una tragedia, un hogar hundido, una existencia mutilada, con frecuencia multiplicada por dos o por tres, porque cuando el miembro de una familia se ve sumido en está terrible situación, no solo le afecta a él. Todos los integrantes de su hogar se ven afligidos por la desgracia, e incluso algunos, como los hijos en edad de formación, pueden ver amputados sus anhelos para toda la vida.

Nos lamentamos de los botellones; de la indiferencia que por los problemas sociales muestra una importante mayoría de nuestra juventud; de su alejamiento e incredulidad ante la política y los políticos; de su falta de ideales; de su pasividad ante la realidad general en la que están insertos. Ante un horizonte que vislumbran bastante más que incierto; ante los diarios ejemplos que una significativa parte de cínicos políticos que a diario solo les ofrecen engaños, ocultamientos, falsos proyectos y mentiras, ¿Nos puede extrañar que nuestra juventud, en medio del desánimo que les invade, dé la espalda a aquello que sus mayores les estamos dejando como herencia?

Afirma don Felipe de Borbón y Grecia, Príncipe de Asturias, que «No podemos pedir a los jóvenes ilusión y motivación si la sociedad no es capaz de ofrecerles las condiciones necesarias para que puedan planificar y desarrollar sus vidas y su trabajo con confianza y seguridad en el futuro.»

La juventud ama la vida y lo que tenemos que ofrecerle es la oportunidad de desarrollar sus aptitudes, de dar forma a su propio futuro, independizarse y madurar como personas. Al contrario de lo que por naturaleza ellos esperan, quienes rigen nuestros destinos se dedican a cerrarles todas las puertas. Un cuarenta por ciento de esos casi cinco millones de parados son jóvenes a los que se les ha hipotecado su futuro. El pacto de la reforma de pensiones supone la inviabilidad del mañana de la juventud española.

En vez buscar soluciones a los problemas que la evolución social nos está demandando claramente, los altos dirigentes se dedican a parchear en función de sus intereses personales y políticos consolidando el sistema y las desigualdades, haciéndolas aún más poderosas y estables. Los cuenta cuentos de turno, nos consideran analfabetos y utilizan grandilocuentes conceptos como el de "cohesionar a la sociedad", que no es mas que un encubierto intento de embaucarnos para lograr la aceptación de sus consignas.

Quienes ejercen el poder, demuestran cada día su absoluto desprecio por cualquier otra forma de pensar que no sea la suya.

Como en tantas otras cosas, estamos a la cola de los estados occidentales en el rendimiento escolar, a causa de unos planes educativos fracasados hace muchos años en otros países. Planes que al prescindir de materias vitales en la formación total de la persona; al ignorar las bases y fundamentos de nuestra cultura, impiden el desarrollo integral del intelecto, convirtiéndonos en elementos aptos para conducirnos dócilmente a través de su propaganda falaz.

Como consecuencia de este proceder, nuestra juventud está pagando un impuesto muy alto, más doloroso y duro que la de las naciones más adelantadas. Un impuesto de soledad y pesimismo, que descorazona no solo a quienes la soportan y padecen, sino a los que con afecto nos miramos en ella, porque mañana habrá de ser la llamada a dirigirnos y protegernos.

El pensamiento y palabras de Josep Pla, mantienen hoy toda su vigencia, y aplicándolas a la situación actual bien podríamos afirmar que como consecuencia de la sectaria ambición de los políticos, nuestra juventud ha estudiado menos de lo que le era preciso para su perfeccionamiento. Y como está absolutamente demostrado que las cosas no se improvisan, que la formación del ser humano es el resultado del aprendizaje, de la dedicación, del estímulo y el esfuerzo; que no hay genios ignorados, ni milagros humanos detrás de las esquinas, ahora nos enfrentamos con una inmadurez cultural, cuyo costo habremos de pagar durante generaciones.

El más preciado patrimonio que puede atesorar un pueblo, es una culta juventud. Lo contrario le conducirá irremisiblemente a la carencia de recursos frente al progreso, situación que provocará —como ya se está demostrando— el éxodo de los más preparados. Todo ello conllevará la falta de puestos de trabajo y consecuentemente, indigencia, miseria y pobreza que nos situará a merced de los países más desarrollados. Una situación que asegura y perpetúa el estado de privilegio de una élite política que no conducirá a ciudadanos, pero sí tendrá a su merced a un sumiso rebaño de súbditos. Esta es la esclavitud del Siglo XXI. Y es que como decía el senador demócrata Robert Kennedy: “El futuro no es un regalo, es una conquista”.



César Valdeolmillos Alonso